LA MUERTE NUNCA FUE PERONISTA

Por Hernán Brienza*

La muerte no es peronista. Nunca lo ha sido. Es más, siempre ha acogotado a los líderes justicialistas en los peores momentos de la historia. En 1952, cuando los años felices comenzaban a ensombrecerse y la crisis económica decía presente, se llevó al corazón vibrante del peronismo: Evita. Anidó allí, en el lugar más íntimo de la mujer, para impedir la fecundización de un proyecto político diferente al que había gobernado la Argentina durante 100 años.
En 1974, cuando el peronismo se hacía incontenible, cuando la violencia arrasaba el país, la muerte acabó con el único hombre que podía contener la tragedia: Juan Domingo Perón murió solo en su habitación de Olivos. Ayer, en este 2010 que hasta ahora había sido resplandeciente, la muerte le pegó una patada en el pecho a una pieza clave del armado político peronista. En vísperas a que la sociedad debatiera qué proyecto de país quería para sus próximas décadas, se llevó al estratega máximo del “modelo nacional y popular”.

Néstor Kirchner fue uno de esos “locos” que no abundan en la Historia. Asumió la presidencia después de la tormenta de 2001 y fue una tromba. Flaco, desgarbado, desaliñado, ese 25 de mayo de 2003 jugó con el bastón de mando, sonrió, hizo muecas, se divirtió, y dio uno de esos discursos inolvidables para la política argentina: “Formo parte de una generación diezmada. Castigada con dolorosas ausencias. Me sumé a las luchas políticas creyendo en valores y convicciones a los que no pienso dejar en la puerta de entrada de la Casa Rosada. No creo en el axioma de que cuando se gobierna se cambia convicción por pragmatismo. Eso constituye en verdad un ejercicio de hipocresía y cinismo. Soñé toda mi vida que este, nuestro país, se podía cambiar para bien. Llegamos sin rencores, pero con memoria. Memoria no sólo de los errores y horrores del otro. Sino que también es memoria sobre nuestras propias equivocaciones.”

Y después, claro, hizo todo aquello que hacen los políticos: acertar, errar, negociar y gobernar con mayor o menor grado de felicidad. Pero su principal virtud era –doloroso pasado– que solía salir del molde del político racional y especulativo. Lo demostró en la manera en que se dejaba aporrear por la gente, en la forma en que sacudió al periodista Claudio Escribano, cuando este lo amenazo desde La Nación, o cuando desautorizó a George W. Bush en la cumbre de presidentes en Mar del Plata y decidió “enterrar el ALCA”. Ni que hablar cuando hizo bajar el cuadro de Jorge Videla de las paredes del Colegio Militar de la Nación. Kirchner huía para adelante. Esa era su principal virtud: cierto coraje que no abunda en los ámbitos políticos. No gobernó para los poderosos de este país y del mundo. Aun entendiendo las reglas del juego siempre traccionó sus políticas en beneficio de las mayorías. Era duro para negociar con los duros. Crecimiento sostenido, inclusión social, el Estado como árbitro, la inclusión del movimiento obrero organizado en la discusión del poder, la política de justicia respecto de las violaciones a los Derechos Humanos, el desendeudamiento, el orden fiscal, la independencia de criterio en política internacional, el fortalecimiento de los lazos regionales –no es casualidad que haya sido elegido como el primer “presidente” de la Unasur–, el regreso de la política como agonía y discusión fueron algunas de las buenas nuevas que puso Kirchner sobre la mesa en este nuevo siglo. La cotidianidad, la familiaridad, las histerias y neurosis colectivas suelen mellar la posibilidad de hacer un análisis político serio. La ausencia y el paso del tiempo van a confirmar estas palabras que voy a escribir ahora: los años del kirchnerismo –que vivimos y seguiremos viviendo– van a ser recordados como los más felices de los últimos 50 años por el pueblo argentino.

La muerte de Kirchner abre las puertas a todo tipo de especulaciones. Desde las más mezquinas y miserables hasta aquellas que son justificadas por el temor y la incertidumbre. Nada de lo que se diga hoy es válido. El futuro se irá amoldando en función de las decisiones y las conductas políticas de los distintos actores. Sin dudas, no se trata de un hecho más, claro. Kirchner era el hombre pragmático de la pareja, el que sabía tejer el entramado de poder, la estrategia política. Su ausencia deja un vacío muy difícil de llenar. Por estilo, por carácter, por visión política. Pero no es todo. El modelo nacional y popular es más que un hombre. Debe ser más que un hombre. Está condenado a ser más que un hombre. Es más para que la muerte de Kirchner no sea vana el modelo debe ser sostenido, continuado, profundizado.

Y allí está Cristina Fernández, su mujer y su compañera, y presidenta de la Nación. Se abre una nueva etapa para ella, es cierto, pero también se trata de una continuidad. Las comparaciones históricas en este caso son nulas. No hay vacío de poder, no hay necesidad de buscar herederos o remplazantes. Y Cristina no es Isabel –María Estela Martínez de Perón–, como quieren imponer absurdamente algunos voceros de la oposición. Esta es su hora más difícil, seguramente. Pero las miles de personas que ayer fueron a la Plaza de Mayo la acompañan y la sostienen. Y también habrá que ver cómo impacta en la sociedad la muerte del ex presidente, cómo responde en las encuestas de opinión, de imagen, de intención de votos.

Kirchner fue –otra vez el maldito pasado– un actor fundamental en la política, pero la construcción del modelo no puede depender de la voluntad de un hombre. Es necesario que la dirigencia, los cuadros y la militancia conviertan el dolor en fervor, la tristeza en convicciones, el abrume en compromiso y el temor en alegría. Porque el futuro y los destinos de este país se juegan en los próximos meses. Y el peronismo debe hacer todos los esfuerzos posibles para que las conquistas de estos últimos siete años no se derrumben.

Hace unos días, escribí que el kirchnerismo era hasta ahora el último traje que utilizó el movimiento nacional y popular democratizador, desmonopolizador, en este país para enfrentar al liberalismo conservador concentrador de las riquezas. La perspectiva histórica nos demuestra que todo pasa, incluso los hombres, y lo que quedan son las ideas, la voluntad política, la organización y las transformaciones. Es tiempo ahora de consolidar las estructuras que deben sostener y profundizar el modelo, es tiempo de construir la columna vertebral de que ponga de pie al modelo después de la tristeza. Y habrá que comprender que en esta especie de barajar y dar de nuevo la cabeza será Cristina Fernández y el eje, una vez más, el movimiento obrero organizado. A partir de allí, se podrá construir un nuevo andamiaje que incluya a los gobernadores e intendentes y a los sectores progresistas que comprendan la contradicción fundamental de esta nueva instancia política.

Entre las cosas más importantes que Kirchner le aportó a la Argentina fue la devolución de la política entendida como conducción, decisión, gestión e ideología. Le devolvió el valor a las palabras: hoy no es posible pronunciar un discurso haciendo playback. Es imposible que alguien se confunda de discurso, como le ocurrió a Carlos Menem, por ejemplo. Lo que se dice tiene peso propio. A los que no crean en esto los invito a releer el discurso de asunción del 25 de mayo de 2003. Verán que Kirchner siempre tuvo un proyecto político, que no mintió, que fue coherente –con pequeñas contradicciones, claro– con su pensamiento. De muy pocos presidentes se puede decir lo mismo. Y además casi siempre hablaba en plural, como si hubiera un nosotros, como si fuera uno más, acaso un primus inter pares.

La otra gran característica fue su nacionalismo político. Kirchner puso a discutir los distintos discursos sobre la Nación. Cierta dignidad arrabalera, primaria, primitiva, si se quiere, campeaba en la forma en que el “flaco de traje gris abierto” se relacionaba en materia de relaciones exteriores y de negociación con los organismos de créditos y en la defensa del Estado contra el abuso de las empresas trasnacionales.

Con la muerte de Kirchner se acaba también una dinámica política determinada. Se abre otro tiempo, un momento de mayores debates, de profundización, de mayor trabajo y compromiso para aquellos que creyeron y creen en el proceso progresista que se inició en 2003. Hugo Moyano dijo ayer algo muy significativo: “Después de Perón nunca nadie le dio tantas cosas a los trabajadores como Néstor Kirchner.” Es una gran definición política. Cuando la neurosis pase de largo en esta sociedad podrá evaluarse con justicia lo que significó el ex presidente para este país. Pero hay que remplazar la mirada histérica por la visión histórica. Para el que escribe estas líneas, el de Néstor Kirchner fue uno de los mejores gobiernos de toda la historia argentina.

(Final personal: En una sola oportunidad pude entrevistar al ex presidente Kirchner. El encuentro se produjo en diciembre de 2002 cuando él todavía era precandidato a las elecciones. Como ocurre siempre en las entrevistas políticas, cuando se apagó el grabador nos quedamos charlando un rato largo sobre política, economía, y otras cuestiones. Estaban presentes Alberto Fernández y Miguel Núñez. Kirchner sudaba voluntad de poder, pero también transpiraba convicciones políticas. Antes de despedirnos me hizo una pregunta personal. “Si yo llego a ser presidente y vos tuvieras que pedirme una sola cosa ¿qué me pedirías?” Lo miré y con cierta inocencia, le respondí: “Un país con un mínimo de dignidad.” Canchero, llevó su mano al hombro y me dijo: “Olvidate, dalo por hecho. No te voy a defraudar, entonces, gordo.” Nunca tuve oportunidad de decírselo y aprovecho estas páginas para hacerlo, en vano, ya que no podrá leerme. Casi como una catarsis y un homenaje te digo: “No me defraudaste, flaco.”)

*Periodista, escritor y politólogo

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